Las posibilidades y
límites de la ciencia
Discurso de SS Benedicto XVI a los miembros de
la Academia
Pontificia de las Ciencias
Excelencias,
señores y señoras:
Saludo con
mucho gusto a los miembros de la Academia Pontificia de
las Ciencias con motivo de esta asamblea plenaria, y doy las gracias al profesor
Nicola Cabibbo por las gentiles palabras que me ha dirigido en vuestro nombre.
El tema de vuestro encuentro, «La posibilidad de predicción en la ciencia:
precisión y limitaciones», constituye una característica distintiva de la
ciencia moderna. La posibilidad de predicción, de hecho, es una de las razones
principales del prestigio del que goza la ciencia en la sociedad contemporánea.
La institución del método científico ha dado a las ciencias la capacidad de
prever los fenómenos, de estudiar su desarrollo y, por tanto, de controlar el
ambiente en el que el vive el ser humano.
El creciente
«avance» de la ciencia, y especialmente su capacidad para controlar la
naturaleza a través de la tecnología, en ocasiones ha sido asociado con una
correspondiente «retirada» de la filosofía, de la religión e incluso de la fe
cristiana. De hecho, algunos han visto en el progreso de la ciencia y de la
tecnología modernas una de las principales causas de secularización y
materialismo: ¿por qué invocar el dominio de Dios sobre esos fenómenos, cuando
la ciencia ha mostrado su propia capacidad de hacer lo
mismo?
Ciertamente
la Iglesia reconoce que el hombre «gracias a la ciencia y la técnica, ha logrado
dilatar y sigue dilatando el campo de su dominio sobre casi toda la naturaleza»
de manera que «un gran número de bienes que antes el hombre esperaba alcanzar
sobre todo de las fuerzas superiores, hoy los obtiene por sí mismo»
(Gaudium et
spes, n. 33). Al mismo
tiempo, el cristianismo no plantea un conflicto inevitable entre la fe
sobrenatural y el progreso científico. El punto de partida de la revelación
bíblica es la afirmación de que Dios creó a los seres humanos, dotados de razón,
y les puso por encima de todas las criaturas de la tierra. De este modo, el hombre se
convirtió en quien administra la creación y en el «ayudante» de Dios. Si
pensamos, por ejemplo, en la manera en que la ciencia moderna, ha contribuido a
la protección del ambiente, previendo los fenómenos naturales, al progreso de
los países en vías de desarrollo, a la lucha contra las epidemias y al aumento
de la esperanza de vida, queda claro que no hay conflicto entre la Providencia
de Dios y la acción del hombre. De hecho, podríamos decir que el trabajo de
prever, controlar y gobernar la naturaleza, que la ciencia hace hoy más factible
que en el pasado, forma parte en sí mismo del plan del
Creador.
Sin embargo,
la ciencia, si bien es generosa, sólo da lo que tiene que dar. El ser humano no
puede depositar en la ciencia y en la tecnología una confianza tan radical e
incondicional, como para creer que el progreso de la ciencia y la tecnología
puede explicarlo todo y satisfacer plenamente sus necesidades existenciales y
espirituales. La ciencia no puede sustituir a la filosofía y a la revelación,
dando una respuesta exhaustiva a las cuestiones fundamentales del hombre, como
las que conciernen al sentido de la vida y de la muerte, a los valores últimos y
a la naturaleza del progreso.
Por este
motivo, el Concilio Vaticano II, tras haber reconocido los beneficios alcanzados
por los progresos científicos, subrayó que «el método de investigación […] se
considera sin razón como la regla suprema para hallar toda la verdad», añadiendo
que se da «el peligro de que el hombre, confiado con exceso en los inventos
actuales, crea que se basta a sí mismo y deje de buscar ya cosas más altas»
(Ibidem, n. 57).
La
posibilidad de predicción científica suscita también la cuestión de las
responsabilidades éticas del científico. Sus conclusiones tienen que estar
guiadas por el respeto de la verdad y por el reconocimiento honesto, tanto de la
precisión como de las inevitables limitaciones del método científico.
Ciertamente esto significa evitar innecesariamente predicciones alarmantes
cuando no están sostenidas por datos suficientes o sobrepasan la capacidad
actual de la ciencia para hacer previsiones. Al mismo tiempo, se debe evitar lo
contrario, es decir, callar, por temor, frente a los auténticos problemas. La
influencia de los científicos en la formación de la opinión pública en virtud de
su conocimiento es demasiado importante como para ser socavada por una indebida
precipitación o por una publicidad superficial.
Como mi
predecesor, el Papa Juan Pablo II, observó en una ocasión: «Por eso los
científicos, precisamente porque "saben más", están llamados a "servir más".
Dado que la libertad de que gozan en la investigación les permite el acceso al
conocimiento especializado, tienen la responsabilidad de usarlo sabiamente en
beneficio de toda la familia humana» (Discurso a la Academia
Pontificia de las Ciencias, 11 de noviembre de 2002).
Queridos
académicos, nuestro mundo os mira a vosotros y vuestros colegas para comprender
claramente algunas de las posibles consecuencias de muchos fenómenos naturales.
Pienso, por ejemplo, en las constantes amenazas al medio ambiente que afectan a
poblaciones enteras y la necesidad urgente de descubrir fuentes alternativas de
energía, seguras y disponibles para todos. Los científicos encontrarán ayuda en
la Iglesia a la hora de afrontar estos temas, porque ha recibido de su divino
Fundador la tarea de encaminar a las conciencias hacia el bien, la solidaridad y
la paz.
Precisamente por este motivo considera que tiene el deber de
insistir en que la capacidad científica de control y previsión no se debe
emplear jamás contra la vida y la dignidad del ser humano, sino que debe ponerse
siempre a su servicio y al de las generaciones futuras.
Hay, por
último, una reflexión que nos puede sugerir hoy el tema de vuestra asamblea.
Como han subrayado algunas de las relaciones presentadas en los últimos días, el
mismo método científico, en su capacidad de reunir los datos, elaborarlos y
utilizarlos en sus proyecciones, tiene límites propios que restringen
necesariamente la posibilidad de predicción científica en determinados contextos
y aspectos. La ciencia, por tanto, no puede querer proporcionar una
representación completa y determinista de nuestro futuro y del desarrollo de
cada fenómeno que estudia.
La filosofía
y la teología podrían aportar, en este sentido, una contribución importante a
esta cuestión fundamentalmente epistemológica, ayudando por ejemplo a las
ciencias empíricas a reconocer la diferencia entre la incapacidad matemática
para predecir ciertos acontecimientos y la validez del principio de causalidad,
o entre el determinismo o la contingencia (casualidad) científicos y la
causalidad a nivel filosófico, o más radicalmente, entre la evolución como el
origen de una sucesión en el espacio y el tiempo, y la creación como el origen
último de del ser participado en el Ser esencial.
Al mismo
tiempo, hay un nivel más elevado que necesariamente supera todas las
predicciones científicas, es decir, el mundo humano de la libertad y de
la historia.
Mientras que el cosmos físico puede tener su propio desarrollo
espacio-temporal, sólo la humanidad, en sentido propio, tiene una historia, la
historia de su libertad. La libertad, como la razón, es una parte preciosa de la
imagen de Dios dentro de nosotros, y nunca podrá quedar reducida a un análisis
determinista. Su trascendencia con respecto al mundo material tiene que ser
reconocida y respetada, pues es un signo de nuestra identidad humana. Negar esta
trascendencia en nombre de una supuesta capacidad absoluta del método científico
de prever y condicionar el mundo humano implicaría la pérdida de lo que es
humano en el hombre y, al no reconocer su unicidad y su trascendencia, podría
abrir peligrosamente las puertas a su abuso.
Queridos
amigos, al concluir estas reflexiones, os aseguro una vez más mi profundo
interés por la actividad de esta Academia Pontificia y mis oraciones por
vosotros y por vuestras familias. Invoco sobre todos vosotros las bendiciones de
la sabiduría, la alegría y la paz de Dios omnipotente.
[Traducción
del original inglés realizada por Zenit
© Copyright
2006 - Libreria Editrice Vaticana]